Ruidos infernales


Hay algo que no le gusta a nadie, o al menos sería lo lógico, sin embargo todos en algún momento determinado de nuestra vida lo hacemos y nos negamos a evitarlo. En ese momento muchos nos ruegan que no sigamos y aun así lo agarramos como una enseña en guerra y ejercemos nuestro derecho a llevarlo cabo. Hablo del ruido.
El ruido puede ser de muchos tipos y estar provocado por multitud de objetos, situaciones, personas… Pero me gustaría dedicarle este breve texto a aquellos que hacen las vidas de sus vecinos más alegre, animada e incluso festiva cada día, mañana, tarde e incluso, que ya les vale, cada noche. No hablo solo de personas, ojalá fuera solo eso, sino de todos los ruidos que una urbanización “tranquila” en un barrio más que periférico puede ofrecer a sus habitantes.
Bien, vivo en una zona de casas adosadas en una comunidad de vecinos que de comunidad no tiene más que el nombre ya que se vive en una constante guerra fría que en ocasiones se torna templada como en ese juego infantil  en que los niños buscan algo mientras un compañero les indica si van a congelarse o están más quemados que Troya después de la historia del caballo de palo. El concepto amigable y familiar del vecino ideal no existe, y los conflictos del cúmulo de personas que formamos la urbanización están al nivel de la comunidad del anillo aunque las flechas que acaban matando a Boromir son cotilleos y los hobbits son niños gritando. En teoría debería ser un espacio tranquilo para vivir: pocas casas, cierta distancia de la zona comercial del barrio, escaso tráfico… Y sin embargo no lo es.
Desde los albores del día a la hora del almuerzo contamos con un concierto para soplahojas, cortacésped y orquesta. Los dueños de los patios se dedican un día sí  y otro también a redondear sus setos como si de británicos se tratase y no lo hacen con tijeras podadoras ni con medios manuales, reniegan de los métodos de nuestros antepasados y se decantan por ruidosos chismes que en el mejor de los casos se enchufan aunque por lo general llevan motores y gasolina. Por otra parte nuestros queridos jardineros comienzan a las ocho de la mañana a pasar un par de cortacéspedes por debajo de nuestras ventanas mientras dormimos, si nunca los ha despertado un cortacésped les diré que es como si un taladro se adentrara en sus sueños hasta provocarle una terrible jaqueca. A este grupo de “ruidos mecánicos” se unen los camiones de la basura, coches arrancados que permanecen en la acera dos horas porque “iban a parar un momento” y otras maravillas de la vida.
Otros vecinos son adictos a las obras y su vida gira al ritmo del taladro para colgar una estantería, de la hormigonera y de la polea del güinche. La maquinaria de obra es ruidosa pero no tiene comparación con el escándalo que puede llegar a producir un solo albañil.
Por otra parte y a mi juicio en peor lugar que todos los anteriores se encuentran los niños que gritan, dan golpes constantemente y lo hacen además con un terrible sentimiento de impunidad ante cualquier norma comunitaria o incluso cívica. Aparte de los que parecen víctimas de una posesión infernal mientras hacen actividades que nunca volverán a parecer inofensivas tales como jugar a la pelota o bañarse en una piscina se encuentran los que además de todo esto tienen poca o ninguna vergüenza ante sus semejantes. Esas pequeñas criaturas que pertenecen a las filas del demonio justifican todas sus fechorías bajo la excusa del juego, sus padres aún tienen una excusa mejor que esa y esta además se repite como un mantra desde tiempos inmemoriales: “es que son niños”. La representación visual de esta premisa es un lavado de manos, un abandono de las responsabilidades; por otro lado lo que realmente están pensando mientras lo dicen es “déjame que siga tomando el sol en la tumbona que al niño ya lo aguanto a la hora de comer cuando no lo tienen los abuelos (benditos mártires esos abuelos)”.

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