El turismo puede ser algo
maravilloso pero en la mayoría de los casos es algo que, cuando es otro el que
lo hace, resulta peor que una mala digestión. El turista invade de manera
sistemática, en masa y sin piedad; hace fotos de aquello de lo que pretende luego
presumir y come como si no hubiera mañana. No voy a describir al turista porque
todos sabemos reconocerlo pero sí quiero hacer hincapié en un aspecto
preocupante como es el uso del arte que hace el viajero.
La mayor parte de los lugares y
objetos más codiciados para llevar a cabo el ritual del selfie son obras de
arte, a veces se trata de grandes monumentos que hemos visto cientos de veces
en internet, en la televisión o en las
postales e imanes que nos han traído nuestros amigos y familiares; otras veces
son cuadros y esculturas en torno a las que se agolpan las masas para obtener
una fotografía propia de ínfima calidad. Por alguna razón todos nos aferramos
al “ya sé que hay fotos mejores pero yo también quiero” y al posterior “yo
estuve allí”, para ello pasamos calor, frío, soportamos empujones y codazos hacemos cola durante horas para ver algo que
no entendemos y que además no nos interesa entender.
Mucho se ha hablado de la
utilidad del arte y más aún se ha denostado el trabajo de quien se dedica a
comprenderlo e interpretarlo para acercarlo al público general. Lo cierto es
que el turista devorador de ciudades quiere acceder al arte y para ello se
pelea con quien haga falta porque con respecto a las leyes de patrimonio todo
el mundo sabe que los bienes culturales son de todos y tenemos derechos sobre
ellos pero la parte de no agredirlo, no utilizarlo como banco o papelera o no
modificarlo por capricho parece que no está tan clara. La mayor parte de la
gente que se agolpa ante la Mona Lisa ignorando el resto del Louvre, ante el
David de Miguel Ángel (se entra en la Academia de Florencia solo para eso) o en
la Capilla Sixtina en el Vaticano porque a nadie le importa el resto no saben
lo que están viendo, no quieren saberlo y a pesar de ello se consideran en
posición de hacer juicios de valor que atemorizarían a cualquier entendido.
Esas opiniones que no se fundamentan en la experiencia y el estudio sino en la
soberbia llevan a lemas tales como “de esto mejor pasamos que es arte moderno
(refiriéndose además al contemporáneo)”, “pues eso lo hace mi hijo de cuatro
años” o “la Historia del Arte no sirve para nada, los médicos son los que hacen
algo por la sociedad (como si una cosa eliminara radicalmente a la otra)”.
Esta situación tiene todo un
catálogo de estampas asociadas capaces de ilustrar la teoría, sin ir más lejos
les narraré brevemente algo que me sucedió hace poco en los Museos Vaticanos: me movía, no sin dificultad, entre las masas
de turistas encabezados por un señor con una banderita y cargados de cámaras,
sombreritos y palos de selfie tratando de llevarme una visión completa de la
inmensa colección papal. Se antojaba imposible acercarse a estancias como las
llamadas “de Rafael” donde se conserva la Escuela de Atenas y mucho más a la
Capilla Sixtina donde el suelo ni siquiera se veía. Logré abrirme paso por la
pinacoteca que sin duda era un reclamo menor encontrando solo algunas
dificultades llegando al Caravaggio; en el museo egipcio pude ver con cierta
holgura todo aquello que no fuera una momia ya que estas, protagonistas de la
divulgación acerca del antiguo Egipto, recibían toda la atención de la sala.
Estuve prácticamente sola paseando a lo largo de la colección de arte
paleocristiano y romano y lo más interesante llegó cuando alcancé las salas de
arte contemporáneo.
Llegados a este punto he de decir que comprendo la
dificultad que entraña el arte de los últimos tiempos desde el siglo XIX para
un público no instruido pero son muy pocas las personas que llegan allí sin un
guía turístico o al menos una audioguía o un móvil con internet. Vi mientras
entraba como muchos llegaban a la mitad de la primera sala, fruncían el ceño y
se daban la vuelta en busca de algo que hubieran visto en los folletos
turísticos. Algunos incluso se sentían indignados y protestaban por la “basura”
allí expuesta como si ofendiera a su exquisito gusto. Pues bien, yo entré allí
y no salí hasta haber visto todas las obras. Encontré allí una nómina de
artistas verdaderamente sorprendente, no en vano el Vaticano puede permitirse
lo mejor, estoy hablando de varios Salvador Dalí, un exquisito Francis Bacon,
Piet Mondrian, alguna escultura de Fontana, varias obras contemporáneas de
artistas italianos de primera línea, un Gaughin, un Van Gogh, una sala completa
sobre Matisse y otras muchas joyas que no mencionaré por abreviar. La
conclusión es muy triste ya que los mismos que rechazan a todos estos genios
del arte porque no son lo más conocido del Vaticano se agolpan a las puertas
del Museo de Orssay en París para ver obras de Van Gogh que llevan además en
camisetas y fundas de móvil y matan por entrar en el MoMa para ver a artistas
como Mondrian, Matisse o Dalí y les diré algo: allí tampoco lo entienden.
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