El Metro, catálogo humano

En este caso dedico mi entrada a un lugar maravilloso e inevitable para muchos, a un despliegue de variedad humana, de espontaneidad y rituales aprendidos por la vía de la costumbre. Me refiero al metro. El metro es, según mi propio diccionario, una lombriz de tierra limitada por haber sido creada por el ser humano que debería tener un código de conducta más rígido que el de un correccional para asegurar la supervivencia de sus usuarios habituales como es mi caso. 

En mi ciudad tenemos un triste metro cuyo proyecto se prolongó más de lo que con toda seguridad lo hará su vida útil. Fue diseñado como un medio que uniría a los pueblos más cercanos a la capital, que se convertiría en la salvación de todos los ciudadanos con su amplia red de líneas bien planificadas y mejor situadas. Pero como digo este fue el  proyecto, y SOLO eso. En la actualidad contamos con una solitaria línea que ostenta el tremendo honor de ser, para colmo, una de las más caras de España. Aún podemos encontrar en Internet el plano que demuestra la compleja red con la que se supone que deberíamos contar; según el ayuntamiento este plano se llama “futuro”, para los que hemos llegado a comprender que los pies deben continuar, por cuestiones básicas de seguridad, pegados al suelo, se llama “utopía”.

Ahora bien, con independencia de la cantidad y calidad de las líneas (o línea) de metro, lo mejor de la experiencia que nos ofrece es el plano más humano del viaje. En el metro nos vemos obligados a interactuar de uno u otro modo con los sujetos que comparten espacio, viaje y oxígeno con nosotros. Esto último es de una importancia capital. Sin embargo en algunos casos la interacción queda prohibida de un modo tajante y tal vez demasiado brusco, me refiero a una pegatina en la puerta de la cabina transparente del conductor en la que reza la inscripción “Prohibido hablar con el conductor”. Lo peor es cuando el cruel sino nos pone a prueba y en una de las paradas el señor que dirige el metro sale de su cabina para cambiarse con un compañero o para trasladarse a la cabina del otro lado del tren. Tal vez para probar nuestra comprensión lectora o simplemente por herir nos saluda afable, pero no debemos hablarle, lo dice la pegatina que es toda una autoridad.

Por desgracia no hay ninguna pegatina que impida hablar con los pasajeros, y no quiero decir con esto que debamos ignorar a los que nos rodean y sumergirnos en el mar de píxeles que nos ofrece el teléfono móvil tal y como más de un personaje suele hacer. Pero esta medida evitaría que algunas personas se suban al metro exclusivamente para dar un paseo, disfrutar de las vistas (lo cual es irónico porque va bajo tierra y las vistas son parecidas a las que hay bajo cualquier edredón ) o sobre todo para contarnos su experiencia en la “mili”... Claro que tampoco deberíamos llegar al terreno de la mala educación como tristemente sucede, sobre todo entre la gente joven que ha perdido (si es que se les enseñó algún día) el respeto por sus semejantes.

También deberían estar prohibidas las armas, ¿y no lo están? Las respuesta viene dada en forma de bolsazo cuando una encantadora señora que acaba de llegar a la parada decide que lleva esperando allí mucho más tiempo que nadie y por fin ha llegado su momento, que por supuesto nadie podrá arrebatarle. Este bolso suele ser un arma de matar forrada con una especie de hule de flores en que podríamos caber cualquiera de nosotros cómodamente con una familia completa de elefantes africanos.

Pero sin duda, de entre todas las ofensas que el ser humano comete hacia sus iguales en un vagón de metro, no hay otra peor que los olores. Inmediatamente todos pensamos en el fuerte olor de la típica persona que se sube al metro con una camiseta que fue blanca en su juventud llena de lamparones de lo que en el mejor de los casos será sudor. Y sí, la pestilencia o el llamado “olor a humanidad” es terrible, pero aún peor es lo contrario: la colonia. La colonia es una matanza lenta que debería poder medirse como se hace con los decibelios y prohibirse en altas cantidades. Es algo que ni la OMS (Organización Mundial de la Salud para quien lo necesite) se atreve a computar porque sus efectos son devastadores. Se registran a causa de ella desde dolores de cabeza, mareos o nauseas hasta la más absoluta de las paranoias. Esto último cuando, tras una exposición prolongada y ya en casa sigues sintiendo que llevas encima el algodón dulce que se restregó la señorita que estaba sentada a tu lado. Por favor, en un metro no hay precisamente buena ventilación, no hay ventanillas, y es cruel obligar a los pobres desgraciados que entramos en el mismo tren que la tarta andante a morir en un delirium de azúcar, flores que jamás existieron en la realidad y hormonas pulverizadas.


En definitiva el catálogo humano que se nos ofrece es infinito y a veces incluso se encuentra entre tanta indiferencia algo que merece la pena, como un amigo, una conversación interesante, un rato de soledad para  pensar o un monedero olvidado. Es un catálogo de especies exóticas y una obra de teatro a la vez única y cotidiana en la que todos tenemos un papel y tal vez es el nuestro el que peor conocemos.

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